La verdad sobre el papel de Putin en el golpe de Estado comunista que quiso restaurar la URSS en 1991
El presidente ruso ha declarado que «fue un error permitir a las repúblicas dejar la Unión Soviética», en una nueva muestra de la nostalgia que el mandatario siente por el antiguo régimen socialista
Vladimir Putin lo ha vuelto a hacer. El presidente ruso ha dirigido un discurso a la nación para oficializar el reconocimiento del Kremlin para la independencia de las autoproclamadas repúblicas separatistas de Donetsk y Lugansk, en el este de Ucrania. Durante el mismo, ha dejado aflorar una vez la nostalgia que siente por la desaparecida URSS. «Fue un error permitir a las repúblicas dejar la Unión Soviética», ha declarado el mandatario, al tiempo que lamentaba que «el colapso de la Unión Soviética supuso el saqueo de la riqueza de Rusia y dejó en una posición muy difícil al país».
Para Putin, el colapso de la URSS es «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX», como ya opinó en 2005 y ha repetido en los últimos meses, cuando ha dado muestras de haber desarrollado una afición por la historia, en especial por la de la Segunda Guerra Mundial… o la ‘Gran Guerra Patria’, como se la conoce en Rusia.
En diciembre, con toda la tensión por la concentración de tropas rusas en las fronteras con Ucrania y la amenaza de un ataque al país vecino, el presidente ruso volvió a insistir en la misma idea. «Para mí, la disolución de la URSS, al igual que para la mayoría de los ciudadanos, fue una tragedia».
Y no le falta razón. Según la encuesta publicada ese mismo mes por el centro de opinión pública FOM, cerca de dos tercios de los rusos (el 62%) lamentaban la disolución de la Unión Soviética, la cual cumplió en diciembre 30 años. La mayoría de los nostálgicos (el 82%) eran personas de entre 46 y 60 años, mientras que entre los mayores de 60 años, el porcentaje alcanzaba el 76%. Entre estos últimos se encuentra Putin, que en agosto de 1991, cuando tenía 38 años y se produjo el golpe de Estado comunista que quiso frenar la desmembración de la URSS, se encontró ante la encrucijada de su vida.
Según contó el presidente ruso hace cuatro años, en aquella época era el presidente del Comité de Relaciones Exteriores de la Alcaldía de San Petersburgo y tuvo que escoger entre apoyar a los golpistas, que se presentaban bajo el nombre de Comité Estatal para el Estado de Emergencia (GKChP), y el entonces presidente de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, Borís Yeltsin, que encabezó la resistencia contra el levantamiento. Los primeros estaban encabezados por el presidente de la KGB, Vladímir Kriuchkov, en el momento en que Putin todavía pertenecía a este cuerpo.
«El fantasma de la Guerra Fría»
«El golpe hace trizas el nuevo orden internacional», «peligra el futuro de la reunificación alemana», «la caída de Gorbachov resucita el olvidado fantasma de la guerra fría». En la madrugada del 19 de agosto de 1991, la redacción de ABC se ponían a trabajar a toda máquina para poner en la calle una edición especial con el bombazo informativo llegado a última hora desde Moscú: «Golpe de Estado en la URSS: los ultracomunistas toman el poder».
El 4 de agosto, el presidente de la Unión Soviética se había ido de vacaciones a su casa de campo en Foros, Crimea, y tenía pensado volver a la capital el 20 de agosto de 1991 para firmar el Tratado de la Unión. Este acuerdo suponía la independencia de algunos territorios que el Ejército entendía como parte de URSS, por lo que colmó la paciencia del ala más dura del Partido Comunista. Su rechazo al modelo de Estado que Gorbachov estaba diseñando hacia la desintegración de la potencia socialista, lo habían hecho público en más de una ocasión.
Eso hizo que los miembros marxistas extremistas del Ejecutivo pusieran en marcha un plan para derrocar al presidente y tomar el poder para «evitar la descomposición del país». La noticia llegaba a España a las 4 de mañana a través de la televisión: Gorvachov había sido destituido y el vicepresidente, Guenadi Yanayev, ocupaba su puesto. Solo 45 minutos después, carros blindados y camiones militares invadían las calles de Moscú, dirigiéndose hacia la Plaza Roja. El Ejército se hizo con el control de los principales edificios oficiales, se prohibió la actividad de los partidos políticos y se estableció el estado de emergencia en algunas zonas del país. «El gran leviatán concebido por Stalin ha despertado de su letargo», comentaba este periódico.
El mundo, en vilo
No era un golpe de Estado cualquiera, puesto que la estabilidad del planeta se veía de nuevo amenazada con una nueva involución hacia los terribles años de la Guerra Fría, de la amenaza de guerra nuclear y del mundo dividido en dos, tal y como lo había estado hasta la caída del muro de Berlín. No hay que olvidar que más de 300.000 soldados soviéticos permanecían todavía en la antigua República Democrática Alemana y, no mucho antes, se habían descubierto una serie de documentos del Ejército de la RDA que hablaban de un plan de ataque sobre Europa Occidental.
Los principales líderes expresaron rápidamente su preocupación. «Dos palabras resumen la postura de Washington: sorpresa y temor», se leía en este diario. Estados Unidos congeló todos los planes de ayuda a la Unión Soviética hasta que se clarificara el rumbo que tomaría el golpe de Estado. Toda la política exterior puesta en marcha por Ronald Reagan y George H. W. Bush en los años anteriores quedaba en suspenso: el Tratado de las Fuerzas Armadas Convencionales en Europa (FACE) para limitar el armamento, el tratado para reducir las armas nucleares estratégicas (START) y los programas para avanzar en la democracia de Cuba, Corea del Norte y Yugoslavia.
Todo se precipitó: el Gobierno de Felipe González hacía público un comunicado en el que «consideraba de extrema gravedad la destitución de Gorbachov», el Rey Don Juan Carlos adelantaba su regreso de vacaciones para seguir el desarrollo de los acontecimientos, la bolsa de Madrid registraba la segunda mayor caída de su historia (87%), la OTAN celebró una reunión extraordinaria, el Vaticano declaró que era «necesario que siga el proceso de apertura» y el parlamento lituano, rodeado de tanques golpistas, se mostró dispuesto a formar un Gobierno clandestino que escapase al control militar.
El papel de Putin
Así explicó Putin aquellos días de incertidumbre: «Por un lado, trabajé con Anatoli Sobchak, que estaba del lado del Gobierno de Yeltsin, pero las fuerzas de seguridad, por otro, estaban del lado de los que participaron en ese intento de golpe de Estado. Con eso quiero decir que yo no podía jugar a dos bandas». El actual presidente ruso le comunicó al primero que ya había tomado una decisión, la cual no era otra que permanecer del lado de su superior «sin ir de un lado para otro». «Tengo que sentirme seguro y lo más apropiado para mí era escribir una carta de renuncia a mi cargo [en la KGB]», le reveló.
Sobchak se lo tomó con calma y le contestó, como si de una amenaza se tratara: «Vale, hágalo. Voy a llamar a Kriuchkov para informarle». Putin se quedó preocupado por la respuesta, ya que estaba seguro de que el presidente del KGB «mandaría a paseo» al alcalde de San Petersburgo. Sin embargo, aceptó la dimisión del actual presidente Rusia. El mandatario fue inteligente y no antepuso su nostalgia a su futuro político, suponiendo que el golpe de Estado no tenía mucho futuro. Y no le fue mal.
Los acontecimientos no se desarrollaron como los golpistas se habían imaginado. Nada más ver los carros de combate y conocer la noticia del golpe, un gran número de ciudadanos se lanzó a las calles de Moscú para mostrar su repulsa y posicionarse a favor de Gorbachov. La imagen de los manifestantes desafiando a los militares dio la vuelta al mundo. En ellas se les podía ver, incluso, arrojando a los soldados fuera de los tanques. El momento de mayor tensión se vivió cuando miles de moscovitas bloquearon con trolebuses el paso de los rebeldes al Kremlin».
La hazaña de Yelsin
El 19 de octubre a las 12.15 horas, Yeltsin, que estaba atrincherado en la sede del parlamento ruso y estaba protegido por fuerzas leales, protagonizó una imagen histórica: subido a uno de los carros blindados bloqueados por el pueblo, llamó a la resistencia civil y pidió a los miles de manifestantes congregados que llevaran a cabo una «huelga indefinida» para declarar ilegal al nuevo Gobierno. Por la noche 30 carros de combate y 70 blindados cercaron al presidente oficial y sus 15.000 seguidores, convertiros a esa hora en un símbolo de la resistencia.
«El pueblo salva a Rusia de una nueva dictadura», titulaba ABC días después. El movimiento democrático radical, encabezado por Yeltsin, protagonista de la hazaña, tomó la decisión de ilegalizar el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), y Gorvachov, cada vez más debilitado políticamente, tuvo que dimitir de su cargo de Secretario General del PCUS y disolver al Comité Central. Todos los responsables fueron detenidos y, cuatro meses después, el 25 de diciembre de 1991, la URSS quedaba finalmente disuelta.